No soy fetichista.
Bueno… al menos no lo creo; sin embargo estoy obsesionada con tu ombligo.
No es habitual, lo sé.
Cada vez que empiezas a impartir la clase y te subes la bicicleta de spinning, las gallinitas que me rodean –más o menos viejas– cacarean sin cesar sobre tus bíceps esculpidos, tu mandíbula sin afeitar, esas piernas de escalador o, cuando la suerte nos sonríe y te das la vuelta, sobre tu culo respingón.
Y todas hemos puesto alguna vela a San Judas Tadeo por esa espalda de surcos imposibles.
Ni siquiera voy a entrar en el arduo debate de vestuarios sobre si el acolchado de tus pantalones de ciclista está especialmente reforzado o eres tú el que vienes con refuerzo para larga duración…
Me temo que soy la primera en babear ante todos esos atributos que la evolución y el gimnasio nos han regalado. Soy mujer, llevo demasiado tiempo soltera y, sobre todo, aún no estoy muerta.
Pese a ello, es tu ombligo el que aparece en mis fantasías.
Fortificado entre unos abdominales bien trabajados y sin un solo vello que estropee el acabado.
Y no es porque lo haya visto mucho. Tan sólo una vez, en la que se te enganchó la camiseta en el manillar al terminar la clase. Una visión fugaz y, sin embargo, más letal que la bomba de hidrógeno. Al menos tres de mis compañeras tuvieron que ser atendidas por latigazo cervical y una cuarta por traumatismo craneal... del porrazo que se pegó al caerse de la bici.
Totalmente comprensible, por otra parte. No me uní a la lista de las víctimas porque me quedé paralizada ante la visión de esa pequeña depresión en el centro de tu vientre.
Desde entonces sueño con ella.
Con deslizar la yema de mis dedos a su alrededor y recorrer sus pliegues con mi lengua hasta descubrir su sabor.
La tela sudada que cubre tu torso es mi tortura. Esconde tu ombligo y, cuando mi corazón está a punto de estallar por intentar quedar bien en tu clase, se adhiere a él y me remata.
Y tú lo sabes.
Lo noto en las ligeras arruguitas que subrayan tus ojos cuando eso pasa, en la forma en que te desperezas al acabar y en esa sonrisa que nunca acaba de aparecer.
Me vas a matar.
O me van a encerrar, una de dos; porque no creo que sea muy normal estar obsesionada con el ombligo de nadie, por muy bonito que sea.
Llevo meses resistiendo, meses suspirando, meses sufriendo y ya no aguanto más. O hago algo o me van a meter en la cárcel por asalto sexual con premeditación y alevosía. Tengo claro que, si la juez es mujer, aceptaría mis alegaciones de enajenación mental transitoria y provocación previa y reiterada; pero, como hay un cincuenta por ciento de que me toque un hombre y acabe con mis carnes a la sombra…, hoy es mi última clase.
Te lo he dicho antes de entrar.
La secretaria se ha empeñado en que te avisase yo misma por no sé qué cosa de ajustes de horarios y asistentes; sin embargo, como la cobarde abyecta que soy, he aprovechado cuando ya estabas encaramado al sillín para darte la noticia, sin mirarte a los ojos, demasiado avergonzada para comprobar si, en el fondo de tus negras pupilas, te estabas riendo de esa treinteañera algo rolliza que fantasea con tu ombligo.
Si en tus sesiones maratonianas habituales tengo la sensación de estar pedaleando Teide arriba, en esta ocasión el Everest parece un paseo de niños.
Es una suerte. Así puedo pensar que mis jadeos y el dolor en mi pecho son debidos al mismo suplicio físico que mis compañeras están sufriendo a mi lado. Ni siquiera me atrevo a levantar la mirada para echar un último vistazo a mi atípico objeto de deseo. Sigo con los ojos clavados en el lugar dónde debería haber una rueda que me permitiera salir huyendo del gimnasio, sin volver a enfrentarme a ti.
No es por miedo, no es por vergüenza, no es por despecho, es por algo peor… Por esperanza.
Cada vez que tus ladridos resuenan en la sala; cada vez que nos exiges más que ningún otro día; cada vez que oigo los susurros a mi alrededor, preguntándose qué te pasa hoy… mi cabeza se inclina más hacia el suelo.
Si veo las arruguitas en tus ojos, si te desperezas, si no llegas a sonreír…
El súbito restallar de mi nombre me hace perder el pedaleo.
No te miro.
Vuelves a increparme, a exigirme más.
No te miro.
Cada vez que gruñes mi nombre. Cada vez que criticas mi postura, mi ritmo, mi desempeño… tengo que luchar para que mis labios permanezcan apretados y mi vista baja.
El resto de mi cuerpo no es tan obediente.
El ejercicio ya no tiene nada que ver en mis jadeos, el calor interno me está haciendo marearme, el roce del sujetador en mis pezones es un suplicio y casi no consigo pedalear por la necesidad imperiosa de apretar las piernas.
Si la hora de cerrar el gimnasio no llega en los próximos cinco minutos voy a morir de combustión espontánea, o voy darles a mis compañeras un curso práctico de cómo correrse sola y en público.
Nada nos advierte del final de la clase. No haces tus bromas habituales. No das consejos para el próximo día. Tan sólo te bajas de la bicicleta, apagas la música y diriges hacia mí.
Teniendo en cuenta que mis compañeras huyen como las gallinitas sin cabeza que son, tu expresión no debe ser demasiado amigable.
No te miro.
Con el cuidado al que me obligan mis rodillas temblorosas, desciendo del aparato, te doy la espalda… y me desperezo.
Un chillido se me escapa cuando me arrastras contra ti sin previo aviso y tu antebrazo me presiona contra algo que, desde luego, no es el blando acolchado de un pantalón de ciclista.
“-Mírame”, me ordenas. Y tu cálido aliento detrás de mi oreja hace que un quejido se escape de mis labios.
Niego con la cabeza.
No quiero mirarte. Bueno, no. En realidad no puedo mirarte. Deseo demasiado saber qué harás si no lo hago.
Pronto tengo la respuesta.
Con una mano expones mi cuello al avance de tu lengua curiosa y la otra va ascendiendo desde mi estómago, martirizándome con la lentitud de su avance.
Me muerdo los labios para evitar que los gemidos que se me acumulan en la garganta lleguen a tus oídos, aprieto la tripa para esconder los inoportunos michelines y sufro mientras tus dedos abiertos van acercándose al borde de mis pechos.
Cuando la palma se queda abierta entre ellos, indecisa, inmóvil, no puedo evitar agitarme en protesta y una risita malévola me hace estremecer. Levantas la mano.
Uno, dos, tres. Como si de un caminante descuidado se tratase, con dos dedos, vas avanzando sobre la ropa, alrededor de mi aureola, sin tocarla, sin rozarla y, cuando intento forzar el contacto moviéndome, la garra con la que amarrabas mi cuello salta a mi cintura y me placas contra ti.
Uno, dos, tres. Tu pelvis inicia un rítmico deslizar en sincronía con tus dedos malvados.
“-¡Mírame!”, me vuelves a exigir.
“-¡¿Cómo?!”, te espeto, desesperada. “¡Si me tienes inmovilizada!”.
Y te ríes de nuevo.
Con ese sonido ronco y malicioso que aprendí a adorar a distancia.
En venganza, aferro tu nalga con una mano y deslizo la otra entre mis piernas, hasta llegar a tus desprevenidos testículos.
Es mi turno de sonreír y el tuyo de rechinar los dientes. Masajeo ambos tesoros con suavidad hasta que un taco se escapa de tu boca y contraatacas.
Un lamento se escapa de mis labios cuando, sin previo aviso, tus yemas juegan con mi pezón y tus dedos entre mis piernas.
Empujo contra ti, demasiado excitada para pensar, para avergonzarme, para recordar que aún no te he mirado.
La oleada de placer que me provocas al clavar los dientes en mi trapecio, me deja en un estado lo más cercano al Nirvana que se puede llegar a través de un polvo; de manera que ni siquiera me resisto cuando mis prendas de lycra caen flotando hasta el suelo.
Tan sólo cuando el húmedo glande empieza a avanzar entre mis piernas, reaccionó y me agito para escapar.
“-¿Qué pasa?”, me preguntas.
“-Preservativo”, casi sollozo.
Maldigo por un instante a mi memoria y a mi sentido común.
“-Ya lo llevo puesto”, contestas, lamiéndome la nuca y volviendo a adentrarte en mí.
“-¿Qué? ¿Cómo?”, jadeo.
“-Llevo soñando meses con esto”, ronroneas.
Y mientras tu tamaño me dilata, tan despacio que casi me hace suplicar, me aferro al asiento de la bici más cercana para no caer.
Hice bien. En el momento en el que te acogí en tu totalidad, como el infatigable profesor que eres me diste una clase magistral de técnica y resistencia.
Empañamos todos los cristales de la sala, me quedé con el sillín en la mano y acabamos derrumbados en una de las colchonetas de gimnasia, contigo aferrándome aún de espaldas.
Unos minutos más tarde me giras y me besas con exquisita suavidad.
“-La segunda cosa que más ganas tenía de hacer”, bromeas, con esa sonrisa que me hace perder el ritmo en tus clases.
Feliz, te devuelvo el beso y deslizo la mano con suavidad hacia mi anhelado tesoro escondido.
Me la sujetas y me amenazas:
“-Ni se te ocurra faltar a mis clases”.
Sonrío.
En fin, soy una fetichista, sigo soñando con tu ombligo… pero tendré que dejarlo para la próxima vez.
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7 comentarios:
Madre de la mar hermoso.... uffs, uffs.... Creo que voy a la ducha de cabeza...
Divertido y caliente, si señora, y sin usar la palabra polla, o no creo haberla leído.
Me gusta!
Un beso mu grande y sigue escribiendo, eh????
Joder, pon 2 ó 3 rombos para que la gente sepa a que se expone; excelente, excelente y no digo más que los cubitos de hielo me esperan
Cacho cabrona
Me alegro, me alegro que os guste...
¿No sabeis que lo mejor para combatir el calor... es más calor? Por eso en los paises del trópico les va tanto el picante jejjee.
Muy buenooo!!!
Buenoooo buenoooo buenooo, menos mal que el relato erótico no es lo tuyo ja mia, porque lo llega a ser, y y y y, en fin...
Lamentablemente yo en mi blog (que está en construcción), en el relato que he puesto si he utilizado la palabra polla, jajaja.
Buenooo, buenoooo. No es mi fuerte -como la tuya- pero me lancé al ruedo y me reí bastante escribiéndolo (y leyéndolo).
A ver si me pasas la dirección de tu blog (aunque no prometo participar mucho, que una es muy vaga).
Toma Victoria, esta es la dirección de mi blog. Ya me contarás que te parece, no te asustes jajaja.
Y no te preocupes por los comentarios, por ahora nadie ha dicho ni mu, debe ser horrible jajajaja.
http://gatashirka.blogspot.com.es/
Un besote
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