Soy un panda.
Y no lo digo por mi peso -aunque el chocolate y el sofá hacen estragos...-, ni porque sólo me mueva para conseguir comida, ni siquiera por mi capacidad casi osezna para dormitar; sino por mi reflejo.
"¡Pues vaya problema de vello facial tiene esta muchacha!", seguro que te estás diciendo Diario; pero tampoco es el caso -o al menos no, si no se me acaba la cera. Ejem-, la explicación es más sencilla y complicada a la vez.
Lo reconozco, voy a revelarte mi secreto. Soy una "friki", para más inri una "otaku" a la española; así que, cuando veía "Ranma 1/2", siempre me preguntaba dónde podría encontrar una de esas charcas que hacían que, si te caías en una, te pudieses convertir en otra cosa. Mi preferida era la que te hacía convertirte en hombre cuando te mojabas -por el atractivo de conseguir hacer todas las cosas que a una chica, con padres a la antigua, no se le permitía-. Tampoco le hacía feos a la transformación en gata, aunque lo del cerdito ya no me hacía tanta gracia, y transformarme en pato cegato me daba repelús de sólo pensarlo; sin embargo, de todas las posibles opciones, la que estaba dispuesta a evitar toda cosa era la del panda.
Castigo divino.
Soy un panda.
¿Que cómo lo he hecho?
Te pongo la receta.
Ingredientes para convertirte en panda:
La velocidad centrífuga, Piazzola (no, no es una pizza sola), una rubia, una cola de gente, una hamburguesa doble con patatas y un cura.
Instrucciones:
Después de un largo día de trabajo, sin tiempo para comer, una se puso la mar de mona -en los semáforos- y me dispuse a desestresarme con una noche de bailoteo y desparrame, cuando un mi coche tembló. No era un terremoto, ni siquiera una espectacular tormenta eléctrica; sino, tan "sólo" mi estómago, a punto de imitar a alien y salir a darse un voltio para buscarse por si mismo algo de comer.
Me ajusté el cinturón para mantener la bestia en su sitio y conseguí -a duras penas- retenerla hasta aparcar y correr a un Burger King.
Por desgracia, entre mi "tesooorooo" y yo se encontraba una horda de gente luchando por que nadie se les colase. Ni las tropas de "Mordock" se les acercaban en fiereza y juego sucio. Por fortuna para mí, como una barrera santificada, entre ellos y yo se encontraba un cura. Uno de esos curas que parecen iluminados por dentro como un Gusiluz, de blancos -y resplandecientes- cabellos y sonrisa angelical.
Refugiada ante tremenda protección, aguardé con impaciencia creciente que los enemigos saqueasen el lugar y fuesen desapareciendo. Las manecillas del reloj seguían haciendo "slalom" por la esfera, mientras que la hora de mi clase de tango se acercaba.
¿Qué hago yo en una clase de tango?
Sencillo, después conseguir exorcizar a mi último "ex" decidí apuntarme para que, si no he aprendido con la experiencia y en otra ocasión tengo que volver arrastrarme tras un hombre "castigador", al menos saber cómo hacerlo con estilo.
Bueno, el caso es que la cola iba desapareciendo, mi estómago estaba luchando para imitar al de las estrellas de mar y salir fuera a comer sin tener que esperar mi inútil colaboración, y el cura rebuscaba en su sotana algo que resultó ser un viejo monedero de piel, pirografiado con un dibujo de la Virgen de Fátima.
¿Que cómo lo sé?
Porque lo pude observar durante muuucho tiempo.
Resultó que el buen hombre venía a pedir hamburguesas para la mitad de los colegios de la ciudad y todos los orfanatos, o al menos eso me pareció.
Los ojos del encargado empezaron a brillar como si le estallasen fuegos artificiales dentro de la cabeza y los currantes a entrar en pánico.
Y pasaron los milenios y seguían las hamburguesas acumulándose en el mostrador... pero ninguna para mí.
Al final, como una Cenicienta hambrienta a la que se le acababan el tiempo, acabé renunciando a la cena de "slow-food" y corrí hasta mi clase.
Llegué. Llegué a tiempo.
Y tan metida en el papel que hasta mi pareja de baile me felicitó por la calidad de mis derrumbes a sus pies, mis enganchadas de lapa a su cuello y mis deslizamientos en plan "Tú el Pronto yo el paño" por el suelo.
Normal. Tenía una "pájara" que no me hubiese dejado subir ni una cuesta abajo. Las rodillas me temblaban, la vista se me nublaba y mi maltratado estómago marcaba el contrapunto de la música -hambrienta, pero sincronizada que es una-. Y llegaron las vueltas.
Como Pringadilla que me precio de ser, me tocó ser la pareja del profesor y pugné por mantener la vertical para no ser el hazmerreir de la clase.
(Algo así pero en cutre...)
Lo logré a duras penas y empezaron a practicar el resto de parejas, mientras yo me tambaleaba. Y llegó la música, "Piazzola" y la velocidad centrífuga, y una rubia.
Traduciendo. Una rubia girando a toda velocidad al ritmo -bueno, sin ritmo- del "Libertango de Piazzola", mientras que yo pasaba en estado "walking dead" a su lado.
Y ocurrió.
Me convertí en un panda.
Fue arte de magia. Tan sólo necesité el impacto de un codo con aceleración contra la indefensa cuenca de mi ojo.
Sentí como que estaban jugando al "pinballs" con mi cerebro y sólo pude decir:
"Ay".
Sin exclamaciones.
Una que es muy dura... y que dolía demasiado para quejarme.
Para terminar la receta, sólo hay que dejarlo reposar un día para que los colores vayan surgiendo en todo su esplendor y chillar al verse en el espejo el lunes por la mañana.
En fin... Querido Diario, que acabé con el ojo a la funerala, peor a los dos días, y teniendo que trabajar de cara al público el lunes por la mañana...
- Fin - |
Una nueva desventura de mi personaje más alocado FICTICIO -lo aclaro para l@s que me confunden con ella-. Jejeje.
Por: Victoria Hyde |
Aquí os pongo las entradas de las desventuras de Pringadilla en su Diario, mi personaje más disparatado.
2 comentarios:
Niña me parto contigo si juntamos a Bela y a Pringadilla un día acaban con el mundo ME HA ENCANTADO.
Pero ... te pasa de todo. ¡Pobrecita!
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